El caballero dragón corre hacia la ventana. Su piel reptiliana es visible a través del casco, sólo un momento, pero el resto está cubierto en una sólida armadura. Sin embargo el caballero se mueve con una velocidad y soltura suprahumanas. La ventana está a cinco metros de altura, pero el caballero la alcanza en línea recta; al chocar contra el vitral no pone las manos, cierra los ojos y al cerrarlos el casco reacciona cerrándose por completo durante las mismas milésimas de segundo que le toma parpadear. Cruza el umbral de la ventana mientras gira sobre su propio eje hacia la derecha, sus brazos describen una espiral mientras sus ojos emiten un destello de luz violeta. En ese instante la figura antropomorfa se ve borrosa, por lo que la metamorfosis sólo es visible procesando una sucesión de imágenes en un momento en lo que es difícil distinguir en qué momento el sólido se sublima en gas, para coagularse en una masa líquida que cambia de forma de manera drástica: la espiral que forman los brazos se alarga y de pronto ya son alas. Unas alas que parecen las velas de un galeón. En ese mismo instante su cuello se alargaba y su cabeza crecía reptiliana. Todo se ensanchaba como si un pozo de brea estuviera en erupción, las piernas gaseosas del caballero se unían para formar una larga cola y y de la brea goteaban unas columnas de obsidiana imbricada que parecían ser capaces de ignorar a la gravedad mientras durara el giro. Dos giros, y treinta grados, para ser exactos, y un aleteo para volar hacia la derecha y encontrarse en medio de la costa. Otra vez el brillo violeta en los ojos y una nube negra se disipa en el viento que sopla desde el mar. En el castillo no queda una persona viva; únicamente hay no-muerte.