Mientras buscaba tesoros bajo las tinieblas de mis barbas
encontré una máscara con cara de ansiedad,
tics nerviosos y una culpa irremediable.
Intento hacer las paces con la palidez de mi tez a través
de mis labores de investigador proletario, pero a pesar
de mis pies adoloridos, las manos cortadas
y la ropa impregnada del olor a diez horas en la cocina,
mis esfuerzos son en vano: voy vagando por la vida
vestido con el traje de mi condición de clase.
Desde la vitrina pienso ingenuo que Fortuna me sonríe
porque soy parte del inventario de la compañía
de mis amiguitos marxistas.
Pero cuando llego a casa después de pasar hambres
artificiales en desiertos psicoactivos, intento quitarme
el traje y me encuentro en la piel de una botarga
de fresa gigante.
Es entonces que comprendo la mirada juzgona de las
nubes revolucionaras, los murmullos chismosos de los
árboles activistas, la crítica estridente de los
pájaros militantes y la indiferencia de los
perros disidentes.
Así descubro que no puedo barrer el suelo que es tierra
y que mis pies no se ensucian cuando estoy descalzo.
Ahí vacío mis inseguridades y solo entonces soy capaz
de sonreírle a la botarga con mi cara de pendejo
ante el espejo de mis ojos azules.