Cuando las paredes dejan de contarme sus secretos
hago el sacrificio de salir al jardín
donde las margaritas se preguntan sobre el amor de las abejas.
Sus tímidas risitas marcan los me-quiere-no-me-quiere
que acompañan al crujir de los huesos
y el rasgar de la carne; los alaridos son sonidos
que caen como troncos en lugares deshabitados.
Aquí afuera es normal que los árboles
graben sus iniciales sobre piel viva
y que las cochinillas tiñan su armadura de quitina
con la grana de la sangre humana:
manchando sus botitas
como si pisaran uvas para hacer vino.
El blanco de los pétalos carmín se restaura con lágrimas de sal
y las raíces se nutren con tibio carmesí.
Los cadáveres marchitos y los torsos desmembrados
decoran los campos, son tributos a la inocencia vegetal.