Traía puesta una bata, calcetines y unas chanclas. De pronto se me antojó caminar, así que salí.
Caminando encontré una fiesta y decidí entrar. Había dos de las mujeres más perfectas que me podía imaginar. Una era güera de ojos tímidos y entrecerrados, era tal vez su cualidad más atractiva, pues eran unos ojos orientales en un marco occidental. Una mujer de contrastes que combinan tanto como el atuendo que traía: un vestido negro con motivos dorados poco arriba de la rodilla y unas zapatillas griegas que se anudaban a la mitad de su pantorrilla. Alta y de proporciones perfectas.
Venía con una amiga morena igual de perfecta que ella. Tendría unos diez centímetros menos de altura y unos ojos verdes como el jade que brillaban por el contraste de su pelo tan negro que por momentos parecía brillar azul. Tenía una sonrisa coqueta y unas nalgas perfectas que nacían de piernas hechas en el torno de los dioses y que terminaban en unos pies perfectos. Describir lo que traía puesto es irrelevante. Ella misma era el espectáculo.
Cuando me vieron se rieron de mí y las confronté. Les pregunté que qué era lo gracioso ¿la bata, las chanclas, la combinación o simplemente yo? Nos reímos juntos y al poco tiempo nuestra elección en calzado hizo que coincidiéramos en que sería mejor irse. De pronto estábamos en un taxi de camino a mi casa. Chocamos.
Cuando desperté en sobresalto, me encontré con mi mamá apurándome para ir a la escuela. Me llamo Alejandra y tengo doce años.